¿Aliados o Rehenes?: El Impacto Global de la Política Comercial de Trump
Por José Manuel Sánchez Nieto
El momento que vivimos es histórico. La marcada dicotomía entre Estados Unidos y el resto del mundo ha creado un panorama inédito y caótico que, sin duda, reformulará el sistema económico global como nunca antes se había visto.
Los mensajes siempre estuvieron presentes. Desde los comicios electorales que devolvieron a Donald Trump al Salón Oval para su segundo mandato, su discurso político se ha mantenido intacto. La contundente victoria que posicionó a los republicanos como la principal fuerza política en Washington refleja el renacer de un nacionalismo exacerbado dispuesto a todo para «Hacer a América Grande de Nuevo», incluso a desatar una guerra comercial sin precedentes.
Pero, ¿qué motivó al presidente a coaccionar al mundo entero mediante la imposición de impuestos a todas las importaciones de bienes y servicios que llegan a EE. UU.? La respuesta requeriría un estudio exhaustivo; sin embargo, Trump es, ante todo, un negociador astuto y pragmático, no precisamente un especialista técnico en comercio internacional.
Donald Trump logró un segundo periodo presidencial no únicamente por ser una celebridad del mundo empresarial y del entretenimiento estadounidense—factores que, ciertamente, contribuyeron a su popularidad—, sino principalmente por saber conectar con casi ochenta millones de ciudadanos que comparten la percepción de que Estados Unidos cayó en un deterioro que ha limitado su desarrollo económico y político característico durante décadas. La mejor manera de expresar dicha ideología se resume en el poderoso lema «Make America Great Again»: la promesa de reconstruir una nación próspera, poderosa y respetada.
El memorándum «America First Trade Policy» es el plan que implementó la administración Trump para alcanzar este objetivo. Su intención fundamental es establecer una política comercial estratégica enfocada en aumentar la producción interna, incrementar la participación del sector manufacturero en el Producto Interno Bruto, elevar el ingreso promedio de las familias estadounidenses y disminuir el déficit comercial. En otras palabras, Estados Unidos busca consolidar diversas industrias en su territorio, ofreciendo empleos y salarios atractivos para fortalecer a la clase media e impulsar la innovación tecnológica.
Sin embargo, un plan tan ambicioso implica una elevada complejidad. Los mercados, las cadenas de suministro y las líneas de producción funcionan como un sofisticado engranaje interdependiente, que depende profundamente del libre comercio y de la cooperación internacional. Allí radica la importancia vital de los tratados comerciales. Para ejemplificarlo, consideremos la fabricación de un vehículo Ford: el diseño inicial, el software, los sistemas de navegación y componentes electrónicos avanzados provienen de Estados Unidos; en México se ensamblan partes clave como motores, transmisiones, cableado eléctrico e interiores; mientras que Canadá aporta acero, aluminio, así como pruebas de calidad y regulación técnica. Un solo automóvil puede cruzar la frontera entre México y EE. UU. más de ocho veces antes de estar terminado. El T-MEC facilita este proceso, eliminando aranceles y brindando certidumbre regulatoria a las inversiones empresariales entre los tres países.
No obstante, Trump instruyó a su gabinete a revisar todos los tratados vigentes para posteriormente imponer aranceles recíprocos y universales a sus socios comerciales, generando divisiones políticas internas y tensiones internacionales sin precedentes. ¿Qué implica esto concretamente? Mediante el decreto presidencial más reciente, denominado «Make America Wealthy Again», Estados Unidos estableció un arancel base del diez por ciento a todas las importaciones y aranceles adicionales recíprocos entre el once y el cincuenta por ciento para países específicos. Simplificándolo en términos coloquiales: «Si tú me cobras caro por venderte mis productos, yo te cobraré igual o más caro por los tuyos». Aunque Canadá y México están amparados bajo el T-MEC y no sufren estas imposiciones tributarias generales hasta ahora, productos específicos como el acero y aluminio sí mantienen aranceles vigentes, y la amenaza latente de incrementarlos aún persiste.
La estrategia tiene un objetivo claro: obligar al resto del mundo a aceptar las condiciones comerciales impuestas por Washington bajo argumentos de comercio desleal y competencia injusta, poniendo fin a décadas de apertura comercial.
Como mencioné al principio, la lógica detrás del nuevo modelo económico proteccionista pretende consolidar la reindustrialización estadounidense, reducir el déficit comercial—situación en la que un país importa más de lo que exporta—y ejercer presión sobre otras naciones mediante una suerte de diplomacia coercitiva. Ejemplos claros son México y Canadá, en temas como la lucha contra el fentanilo y la seguridad fronteriza.
Trump, conocedor del mundo empresarial, reconoce que su plan es comparable a una inversión de alto riesgo. Si funciona, podría exhibir un crecimiento exponencial en los indicadores económicos, acompañado de un renacer tecnológico y económico que rememora la era dorada estadounidense. No obstante, las señales desde los mercados financieros internacionales no son alentadoras. El Budget Lab de la Universidad de Yale advirtió que las represalias comerciales proyectadas por otros países contra Estados Unidos podrían incrementar significativamente la inflación estadounidense, afectando directamente a las familias de clase media. Según sus estimaciones, en el peor escenario, el incremento de precios en alimentos, ropa y electrónicos generaría pérdidas promedio de hasta tres mil ochocientos dólares por hogar.
Aunque las naciones han expresado abiertamente su descontento, acusando a Trump de tratar a sus aliados como adversarios, Estados Unidos no parece dispuesto a revertir sus sanciones comerciales. Las próximas semanas serán decisivas para determinar las verdaderas consecuencias de la guerra comercial más insólita de las últimas décadas.
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